Donde el tiempo se detiene

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La cálida brisa de verano acariciaba la cal de sus paredes, ni si quiera la ténue sombra conseguía dejar de pensar que el calor llegaba hasta todos los rincones donde se lo propusiera, las persianas abiertas dejaban entrever la privacidad de las casas, la vida de otras personas puestas de par en par para el ojo del transéunte.

Viejos y pedregosos caminos habían envejecido mientras veían como su cuerpo y su mente crecían, a la vez que su corazón ya comenzaba a latir de una forma distinta, al paso de aquellas chicas, cuantísimos veranos nos vieron crecer juntos, de bicicletas, de escondite, de piedras, de pelotas, de bocadillos, de chocolate…y de aquella llamada telefónica de mamá cada noche desde la cabina del pueblo desde el hospital, todo iba bien…y se acostaba feliz.

Infinitos y recónditos lugares de nuestra infancia que nos han echo crecer a pasos agigantados, en cualquier pueblo al sur del sur, donde las únicas verdades se esconden en cada esquina de las calles, donde los libros quedan en un segundo plano, donde la amistad y la sonrisa de aquella niña son tu único continente…y una llamada.

Quizás perdimos todos aquellos amigos, o la gran mayoría, quizás no volvamos a ver por cosas del destino a aquellos viejitos del lugar, bastón en mano sacaban su silla de mimbre a la fresca de la noche, e incluso te miraban con mirada recelosa las primeras veces, y esbozaban una sonrisa cuando los meses de Septiembre tocaban a su principio, y el autobús de vuelta a casa te volvía a esperar, para mirar por la ventanilla y pensar en voz baja, que quizás no vuelvas al año siguiente, o que quizás aquella silla de mimbre quede vacía el próximo Junio, aquellos amigos hayan emigrado lejos, o aquella niña tan dulce de ojos se haya olvidado de que un día, aquel joven se levantaba cada mañana y bajaba a la calle solo para ver si te veía, para buscar tu sonrisa…y seguir soñando.

A todos los rincones de nuestra infancia que nos hicieron tan felices.

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