No corrían tiempos para la poesía o los bellos versos, lo sabía mientras trazaba las últimas líneas de sus letras en un viejo cuaderno y apuraba el último cigarrillo del paquete. Fuera llovía a cántaros, y no tenía necesidad de pisar la calle salvo una necesidad imperiosa.
Allí, postrado en aquel viejo escritorio de madera comida por el tiempo, se sentaba a divagar sobre el mundo y la vida, aquellas hojas cuadriculadas le hacían soñar con un mundo distinto al que había tocado vivir, quizás no hubiese colores, ni finales felices, pero era su mundo, era suyo y con eso le bastaba.
Parafraseaba versos mediavales, alejandrinos, sextetos, novelas, escenas de películas…viajaba a lugares imposibles, se dormía entre bellos sonetos de un gondolero en el canal veneciano, besaba a bellas mujeres en las azoteas las noches de luna llena en Marrakech, recorría con su piel la intensidad de la América latina revolucionaria, aspiraba la profundidad de las tertulias políticas del viejo café de Silverio, sentía en sus labios el sabor de la lluvia con su motoclicleta en las carreteras solitarias de Bangkog, derrochaba todo su dinero bajo el tapete verde de Las Vegas mientras abrazaba a una rubia despanpanante, oía sonetos de Mozart en su ático de Viena a la hora de la siesta, bebía cerveza negra en pintas en los viejos garitos de Irlanda…
Y no necesitaba más, aquello era su vida, un viejo cuaderno, un par de bolígrafos, su escritorio, un video vhs, un reproductor de vinilos, y una estantería llena de libros, había nacido para eso, y fué por eso quizás que no encontró acomodo en ningún otro sitio de la faz de la tierra, no se sentía extranjero en ningún lugar y así lo mantuvo.