La sonata de los nostálgicos

Eran pocas las veces que el debate interno entre sentirse distinto o inadaptado no terminara en fuerte dolor de cabeza, suerte que siempre tenía a mano una botella de gin-tonic, el jarabe para el alma y el corazón, como dirían algunos. No encajaba en ninguna escala social, ni por asomo lo deseaba, canturreaba viejas canciones bohemias a la luz de las velas o de cualquier farola junto a una agrietada guitarra, no quiso dones ni galones, simplemente que le dejaran vivir la vida a su manera, absurda, cruel y cretinamente.

No era un kamikaze, simplemente se sentía un náufrago que se dejaba llevar por las olas de la orilla, mientras la arena húmeda le rasgaba las costuras de su piel…y pensaba. Y ahí no necesitaba más que esos instantes para sentirse vivo, para sentir que aquello era todo lo que deseaba y con ello bastaba si incluido iba un billete a la felicidad.

Desafiaba al tiempo en cada cuerda, como si de un tic-tac de manecillas se tratase, una tremenda osadía al destino como si con ello pudiera vencer a la eternidad absoluta del tiempo a la más solemne sonata que solo danzarían los generales tristes, mientras la soledad se postrara en aquellos bares de luces ténues, aún con el olor a la pólvora entre sus dedos, sin más regueros de sangre que el de sus orinas callendo calle abajo, en un sombrío callejón entre risas burlonas al fondo, entre basura, entre ojos brillosos y curiosos.

El hambre estaba apunto de pedirle el divorcio y la adrenalina creía apagarse en fogonazos de vida, jamás lo haría, jamás ocurriría mientras la luz de aquella farola siguiese encendida, mientras la noche lo siguiese abrigando…

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