Como un castillo de naipes la vida se desmorona y se vuelve a coronar vestida de póquer, un misticismo recóndito y embaucador que nos lleva hasta el más inmenso infinito, sin más cauces que severo asfalto, el rudo adoquín al que morder después del almuerzo cuando no nos queden besos y ninguna bala en la recámara.
El humo de aquel cigarro envuelve de un gris nostálgico la habitación, con pretensiones concretas pero sin alardes va calando sin hacer caso a las advertencias de nuestra presencia. El teléfono no tiene porqué sonar hoy si no quieres, no marches mientras quede café. Un vaso de plástico es el único consuelo que me quedó en las noches tristes cuando no estabas, un folio en blanco con la esperanza que volvieras a visitar un país recóndito y me trajeras una postal mientras leíamos a Becquer en las tardes de invierno. No guardé tu foto en mi cartera y no te hice una canción, preferí mojarme los tobillos cuando escampaba despacio, cuando el ascensor no tenía más hueco bajaba altivo por las escaleras tarareando una canción de alguien del que ya había olvidado su nombre al bajar el último peldaño.
No perdí mi vuelo, solamente decidí tomarme una copa en la terminal decidiendo en la pantalla donde marcharía esta vez, contigo.