El horizonte se hace oscuro, los últimos rayos de claridad se acechaban sobre aquel rosto pálido y cansado, dispuesto a entonar cualquier melodía en cualquier calle principal de la ciudad, no tenía rumbo, destino, sino, meta…se limitaba a expresar con su alma lo que unos pequeños y débiles azotes de aquellas tristes cuerdas de sucia guitarra entonaban, sentía que era feliz así, había decidido echarse el mundo a cuestas de una guitarra y un horizonte incierto.
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Por una absurda etiqueta que ponía «extranjero», la gente miraba recelosa su piel negra como el carbón, como si de un objeto exótico en un patio de colegio se tratara, miradas de crueldad, de superioridad, asqueroso recelo el del ser humano, aveces asomado a cualquier espigón de aquella playa en las tardes de invierno, se juraba que si no fuera un «don-nadie», y fuera un famoso con dinero, quizás no le miraran con esos ojos…porque quizás en vez de poner la mano…tendría que quitarla.
Trovaba por aquellas largas calles laberínticas , maldiciendo su suerte, y se me viene a la memoria aquella canción de Celtas Cortos
«somos distintos, somos iguales, pero en la calle nadie lo sabe»
Y es que, ni las guerras ni las envidias acabarán, cuando el color de la piel, sea más importante que el color de los ojos.