Las luces verdes y apagadas de aquella vieja ciudad le hacían aspavientos en señal de guiños a aquella muchacha que sentada en una colina veía y dejaba el mundo girar, apenas le importaba que su vida fuera en aquellos giros torpes, había decidido pausar su estancia y su lugar, se sentía bien ahí y por eso no le importaba lo que pasara abajo.

El cielo jugaba a mezclarse en colores como un eterno arcoiris de tardes a la brisa del mar, el sol venía a caer a esa colina arropandole los últimos regazos de su brillo intenso como el marrón de sus ojos a ella no le importaba, le saludaba con su conquistadora sonrisa, quizás fuera ese por el motivo que los ultimos rayos vinieran a morir allí…a su verita.

Su corazón aún cicatrizaba de las últimas heridas de la soledad, dudaba a veces de encontrar ese amor que le volviera a desencajar la vida, aquel amor por el que dejaría la vida en el empeño, por el que caminaría por los caminos más oscuros solo por estar junto a sus besos, abrazos y caricias, sabía que aquellos versos que le dijeron una vez no mentirían y que todo llegaría por su cauce, para limpiar los restos de nuestra escombrera y llenar de rojo pasión nuestra vida de nuevo…una vez más y sin miedos.

La vida no se paro a pensar por nosotros mientras ambos lo único que hacíamos era mirar por el espejo retrovisor sin advertirnos de los obstáculos que vendrían en la carretera, a veces quizás deseamos agachar la mirada y no seguir por la carretera, pero la vida nos decía que había que seguír por ahí por dificil del camino, por conseguir la felicidad.

Y si al final del camino no conquistabamos nuestros corazones el uno al otro, al menos siempre tendríamos la mayor alegría del mundo de haber compartido esta carretera de la vida con alguien tan maravillosa como tú, de haber disfrutado tanto oyéndonos el uno al otro…y de simplemente estar ahí y no abandonar jamás pese a las tempestades.

Porque te miro, y veo en tus ojos de mar en calma toda la alegría del mundo.
Para tí…de mí.

 

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