Dulce como la sonata de un violinista, áspero como el roce de una lija, su sístole y su diástole en perfecta consonancia, le gustaba agazaparse entre sábanas los días de lluvia, amaba hacer el amor con Janis Joplin de hilo musical y soñar con el frío norteño.
Sus ojos tristes miraban al infinito mientras apuraba su último cigarrillo, siempre le gustó estar rodeado de gente pero le enloquecían aquellas horas de soledad, cuando su único desafío era una hoja en blanco y una vieja máquina de escribir.
La cama aún estaba revuelta y caliente, la ducha goteaba los últimos excesos de la noche anterior, sus poros ya estaban limpios y deseaban absorber más experiencias, porque quería sentir que cada instante de esa vida iba ser la última, para que no diese tiempo siquiera al arrepentimiento, a la reflexión, al no saber qué hacer…
Era lo que mejor sabía hacer, era lo que había querido ser siempre, aquel solitario bohemio que dormía de día y soñaba siempre despierto, en cada instante, buscando miradas cómplices, buscando momentos que le dieran versos, que le dieran latidos a su corazón, un pañuelo roto era su bandera y su sello de identidad, le encantaba perderse entre las luces de los bares, entre mil continentes, despertar en mil sitios distinos…pero sobre todo volar.
Volar, porque para el su vida siempre fué como una máquina de escribir, que guardaba un folio en blanco, pendiente cada día de ser escrito para que reflejen por siempre las inquietudes de alguien que pisó este lugar…y no tragó saliva.