Un despertar en el paraíso

Cádiz repuntaba en el alba los primero rayos de luz entre las columnas del viejo balneario de la caleta, aquellos vieñeros de salitre ya habían vuelto de la faena y pregonaban las primeras caballas por San Félix. La alameda daba desde su infinita posición un saludo al levante dando a Cádiz sus primeras brisas cálidas, al regresar de sus travesuras en oceanos latinoamericanos.

El parque Genovés veía florecer los amores de sus paseantes, una cerveza y un paquete de patatas era el desayuno de aquel bohemio que volvía a llamar a las musas para poder completar su libro, el pito de la olla express comenzaba a girar y a impregnar de un olor a puchero aquel patio encalado de barandales verdes. Los cordeles y la ropa tendía desafiaban a los vientos, mientras María cantaba una de Lole y Manué, con su azotea de escenario, y una inmensa torre tavira como espectadora de lujo.

Las escaleras de la catedral abandonaban el frío que las acompañaba durante la noche, una nueva protesta en S.Juan de Dios, mientras unos guiris la contemplan atónitos en un almuerzo demasiado temprano para el gaditano. Un jóven con su guitarra en el campo del sur sacaba una melodía para el pasodoble de su comparsa, mientras casi en un duelo melódico una banda de música tocaba la solemne penitencia de Abril.

Los bolsillos vacíos de un caminante por el paseo mientras Fernando Quiñones vigila la puerta del paraíso, un pescador confía sus esperanzas en una vieja viyuela, ya que las otras las perdió hace tiempo, al fondo las casas palacio contemplan y muestran la elegancia que no perdieron jamás.

Así amanece en la ciudad más antigua de occidente, respirando la resaca de los piratas bohemios del barrio del pópulo que todavía duermen, agarrándose por siempre a la inmortalidad de sus mares y a los venenos de sus estandartes.

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