Era curioso, toda su vida rodaba en función del calidoscopio por el que se alzara la vista, su vista, y a raíz de ello una mera sucesión de elementos se iban dando cita, pero sin embargo dos por encima de todo, dos señoras que se vestían de pies a cabeza, capaz de hacer temblar al más fuerte y que no faltarían jamás en cualquiera de nuestras vidas por muchas que fueran…la señora Melancolía y la señora Alegría.
Melancolía se aferraba casi siempre al pasado, a pensar de que cualquier tiempo pasado que vivimos fue mejor que el que nos toca vivir, la que nos acaricia el rostro con sones de antiguos amores que calentaron nuestra morada, por las que tantas locuras hicimos y tantos te quieros suspiramos, dijimos y callamos…
Era aquella tristeza en los días fríos que nos hacía recordar que nuestra cama hoy estaba más fría que nunca, que hoy tú decidiste abandonar el barco de mi ilusión y zarpar hacia otros lugares dejándome tiritando, roto y herido, es la que nos aparece en cada canción para recordarnos a ella, a tantísimos momentos lindos que vivimos juntos, a cuando nos abrazábamos y no dejábamos correr el aire entre nosotros, a recordar que se quedaron en el tintero tantísimas promesas que haríamos juntos y los millones de besos que caducaron y quedaron sin remite.
La alegría de estar triste, llamaban a esta melancolía, aquella que abordó mi cama en noches donde el insomnio era más grande que mi pecho, aquella centinela que conseguía entristecer mis ojos cada vez que miraba al horizonte, la que embriagaba en un desfile de suelos negros y arrastraba mi alma por aquellas carrozas de sangre y dolor…
La otra señora, Alegría, la que multiplicaba por un millón mis ganas de comerme el mundo, la que conseguía que con muy poco pudiera coger mi brocha de ilusión y pintar todo lo gris, aquella burlona que se disfrazaba de estrella fugaz, aquella que se convertía en ninfa de las fiestas de mi continente, aquella que me brindaba una mirada de ojos claros y me hacía soñar que sólo en mi almohada se cumplía el mayor de los deseos, la que se me aparecía con ojos de hermano y abrazos sinceros y me acompañarían por cualquiera de las sendas que escogiera…
La que no entendía de traiciones, de odios ni envidias, la que me regalaba un disfraz por febrero y el compás de una guitarra para que volviera a cantarle a lo que más quiero, para que mi corazón saliera por las venas de mis manos, para que en cada latido me sintiera más vivo que nunca…
Porque podría encontrar tantos momentos de alegría en el andar pausado de mi abuela, en la voz ronca de mi abuelo, en el olor de mi madre, en el destello de cualquier estrella de mi padre, en mis amigos, en mis ganas de seguir luchando por seguir llevando conmigo todas las alegrías del mundo…
Dos señoras, dos sentimientos totalmente opuestos, nuestra sístole y nuestra diástole…presentes ante una vida que nos toca por vivir y que siempre estarán ahí, por suerte, por desgracia…por siempre.