El último otoño

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La correspondencia se agolpaba en aquel viejo buzón mientras las horas pasaban como si fuesen días, la madera empezaba a abrirse paso por el soporte de esa mesa de salón donde un día cobijó muchos e inolvidables momentos, las manecillas del reloj no se paraban ni a sonreír ni siquiera a dar los buenos días, cumplían su trabajo escrupulosamente hasta la extenuación, hasta el último tic-tac donde quizás ya nada importase o ya todo hubiese sido en vano.

El tiempo siempre ha puesto cosas en su sitio, ha enseñado a las personas a cómo perdideron grandes oportunidades y a dar grandes recompensas, pero aquella tarde ella no estaba para recompensas, tampoco quería que le mostraran nada sobre oportunidades, sólamente quería estar ahí postrada por un tiempo infinito, llorar hasta no tener lágrimas, intentar borrar todas las caricias de su piel que hoy eran cicatrices, heridas de un juego que alguien no se tomó muy en serio en sus reglas y lo denominó amor.

La hierba era lo único que crecía alrededor de su jardín mientras una maraña de pelos rubiazco crecía en su cabeza, rizándose por la duda, como queríendose esconder de sí misma en un escondite maldito. Los suspiros no la dejaban dormir, los recuerdos de aquella fatídica conversación que guardaba y recitaba de memoria en cada desayuno era el amargo trago, el café más amargo de todos, convertidos en una estúpida constante, en una vomitiva rutina.

Nunca hubo más visitas, nunca jamás se calentó el costado izquierdo de la cama, nunca jamás las golondrinas volvieron por primavera, los niños no tiraban piedras a su cristal. No habría más oportunidades, no habría más juegos, ni más fichas, ni más tableros.

No importa qué día de cualquier mes aquella joven no volvió a despertarse, no murió de desamor, no murió por la melancolía de no tener más alguien a su lado, murió porque su esperanza se rompió en mil pedazos, perdiéndose por las alcantarillas del olvido.

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