La vida se nos desborona como arena entre los dedos, sin un ápice de esperanza mientras intentamos sonreír a la luz de los flashes, meditamos en las puestas de sol y titubeamos nostálgicos en nuestra almohada. Sonreímos porque es lo que nos queda, como método inerte de seguir, de continuar en un camino que siempre tiene un destino y un final, en el que únicamente nosotros podemos elegir de qué forma hacerlo, esclavos de nuestros actos, esclavos de nuestras alegrías y desgracias.
La vida nos abraza y nos arropa en un manto de caricias y crueldad, la de cal y la de arena servida en tremendos venenos, una adrenalina efímera que con un sublime silencio eterno calla todas nuestras aventuras, de un trago, de un golpe, sin derecho a la más mínima contestación, el KO más fatalista de todos.
Las pesadillas se agarran a las almohadas vacías y a los reflejos de otros tiempos mejores, de otros tiempos felices esfumándose como el humo de una chimenea entre los abismos del cielo, sin querer clarearse entre los arcoíris, únicamente abandonarnos cual paso de cometa infeliz. Entre las tormentas de deseos imposibles, los anhelos marcan la cicatriz más grande de todas, el dormitorio se quedó sin luz y la bombilla quedó inservible, sin recambio, con la más profunda oscuridad maldita de los pasos por la escalera que no llegarán, por los buenos días que no se dirán y la áspera sequedad de tu garganta.
La vida entre los dedos, rozándonos como una caricia de Mayo, como una sábana fría que nos recorre el alma de pies a cabeza, todo se esfuma, todo se desvanece entre la bruma, entre nuevos recuerdos que llegarán, entre profundas heridas que jamás cerrarán…